Vyacheslav Korotki es un hombre de extrema soledad. Es un "Polyarnik" entrenado, un especialista en el Polo Norte, un meteorólogo. En los últimos treinta años ha vivido en barcos rusos y, más recientemente, en Khodovarikha, un puesto de avanzada del Ártico, donde fue enviado por el estado para medir la temperatura, la nieve, los vientos. El puesto se encuentra en la punta de una península que se adentra en el mar de Barents. La población más cercana está a una hora de distancia en helicóptero. Tiene esposa, pero vive muy lejos, en Arkhangelsk. No tienen hijos. En sus raras visitas a Arkhangelsk, tiene problemas para desenvolverse en el tráfico y en el ruido. Arkhangelsk no es Hong Kong. Korotki tiene sesenta y tres años, y cuando comenzó su carrera fue un entusiasta, un romántico de los espacios abiertos y de las condiciones del Ártico. Ve las noticias en la televisión, pero no se cree todo. Los Polyarniki eran como cosmonautas, exploradores del Estado Soviético. Hay menos ahora. ¿Quién quiere vivir así?
Evgenia Arbugaeva, una fotógrafo que se crió en la ciudad ártica de Tiksi, pasó dos largas temporadas con Korotki. "El mundo de la ciudad le resulta ajeno. No lo acepta", dice ella. "Vine con la idea de conocer a un ermitaño solitario que huyó del mundo por algún suceso dramático, pero no fue cierto. No está solo. Se pierde en la tundra, entre las tormentas de nieve. No tiene un sentido de sí mismo de la manera en que lo tiene la mayoría de la gente. Es como si él fuera el viento, o el propio tiempo".
Vía: The New Yorker